Hoy, 25 de mayo de
2030, es el primer día que puedo comunicarme medio exitosamente. Sigo tumbado,
como he estado los últimos quince años, pero tengo los ojos abiertos, la gente
de mi alrededor ríe y yo sé que es de alegría. Nada es fácil de asimilar
cuando, en un abrir y cerrar de ojos, tienes tres lustros más a tus espaldas,
pero las ganas de aprovechar el tiempo perdido son irrefrenables.
Quiero saber qué pasa en el mundo, en mi país, en mi
ciudad y en mi familia. Me siento un completo ignorante y sé que los médicos
han aconsejado que se me dé la información muy paulatinamente. Mentiría si
dijera que no he imaginado mil historias durante todo este tiempo, ha sido una
estancia en la que mi mente no ha parado de trabajar, por inexplicable que
parezca.
Mi hermana me comenta pausadamente que soy tío, cuñado y
mil parentescos más, también me dice que mis amigos están esperándome en el Café
Müller para contarme batallitas y que en el barrio ya me llamaban Leonard Lowe.
Mi padre, disimuladamente, corre la cortina para que no vea por la ventana un
cartel publicitario. Demasiado tarde, ya he visto que quien fue un buen amigo
es el máximo dirigente de la derecha más rancia.
La conversación con mi madre es la que más me interesa,
me habla de que le queda sólo un mes para jubilarse, de que va a echar de menos
el boli rojo de corregir. Le digo que no he parado de imaginar que la educación
era el motor y la prioridad nuevamente de nuestro país, que las tecnologías
incipientes que yo conocí serían ya indispensables en las aulas y que los
alumnos llegarían al colegio en dron. Bueno, ahí me he venido un poco arriba,
pero es que quince años de sueño son muchos. Más o menos me da la razón,
asiente con la cabeza y reconoce que la educación vuelve a estar sana, más
activa que nunca y que es toda una experta en Moodle y en booktrailers.
De
pronto, me saca una especie de híbrido tecnológico entre periódico y tablet que
no sabría cómo catalogarlo donde, en portada, aparece el ministro de TIC
hablando sobre una nueva aplicación para las aulas. “¡Es Rovira!”, exclamo. “Debes
ponerte al día”, me susurra mi madre.
Y
cuando pienso que en estos quince años todo ha cambiado para bien, pongo la
radio (que gracias a Dios todavía existe) y en el repaso a la quiniela me doy
cuenta de que hay algo que sigue tal cual lo dejé: “Hércules-Mallorca, dos”.
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