Todo
había llegado a su fin cuando empezaron a exponer mierdas en el MoMa, heces
grandes y grotescas; cuando la tal Marina Bavichioli se rajó la muñeca con un
cúter y luego se bebió su sangre y la escupió al público, gritando: ¡liberación!
¡arte! ¡liberación!
Los
artistas abrieron una brecha enorme. Quisieron trascender, innovar. Pero, ¿qué
había después de la sangre ardiendo? Nada: había que volver a empezar, iniciar
de nuevo el ciclo en donde el hombre pintaba en las paredes y tocaba un tam tam
para espantar, o atraer, a los espíritus.
En
la educación ha pasado algo parecido. En la actualidad, sacamos a los alumnos
de las aulas. Los subimos a los árboles y les hacemos comer hoja fresca. Los
pedagogos nos dijeron que había que hacer a los alumnos felices y por eso los
profesores nos disfrazamos de abejas o de hadas. Montamos teatros, circos.
Jugamos a tener poderes. Los libros recogían polvo, nadie se acordaba ya de
ellos porque los libros siempre aburrieron y le quitaron el sueño a más de uno.
Por eso hemos decidido crear con ellos los adornos de navidad. Patricia ha creado una estrella gigante, con los libros de ética y francés. Juan ha hecho el belén entero con la República de Platón y con el Discurso del Método de Descartes. Propugnaron
una educación en valores. Por eso, ahora, cuando el profesor dice todos los alumnos aparece el policía de
la igualdad y se lo lleva a un despacho oscuro, donde le ordenan las ideas.
Todo se ha desdoblado. Los sustantivos, los adjetivos, las emociones. Ahora hay
médicos y médicas, atletos y atletas, odios y odias, amistades y amistodes. Tenemos
Dios y patria. Creemos en una gran paloma blanca mensajera y en un trocito muy
pequeño de tierra. Somos universales pero pueblerinos. Europeos pero
antieuropeos. Somos científicos pero dogmáticos.
Hemos
suprimido los signos de interrogación en las escuelas. Ya no hay duda, hay
certeza. Podríamos decir que hemos avanzado: ahora lo sabemos todo porque no
cuestionamos nada. No existe la caverna. Pero tenemos disfraces. Y fantasía.
Los
alumnos ahora dicen al profesor lo que hay que hacer. El otro día, Carlitos me
untó de mantequilla los pezones y los demás reían. Lo llaman constructivismo. Yo ya me he acostumbrado, no
se sorprenda, prohombre del pasado. Aquí somos felices. Se acabaron las
matemáticas y la música. Ya no existe filosofía ni ética. Se da un poco de
lengua, claro, de algún modo habrá que dejarse manipular. Ahora hay una
asignatura que se llama la Educación de la Paz. Otra se llama la Educación del
Bien. Otra, Educación para los ciudadanos iguales. Otra, Educación para el
hombre civilizado. Son nombres bellísimos pero yo todavía no sé qué dicen.
Yo
era profesor de filosofía. Y ahora mando dibujar a nuestro Dios, la gran paloma
blanca. Los alumnos la completan con palabras bellas: amor, alegría, felicidad.
Luego salimos todos al patio y cantamos un par de canciones. Yo tengo aún
esperanza. Espero que alguien, como aquellos artistas, marque un límite y que,
entonces, volvamos al tam tam y a los libros.
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